Es
el más parecido al hombre, pero optó por ser mono.
Como
el homo sapiens, es inteligente, vivaz, simpático y sociable.
Podría
vestir un jardinero de jean, remera rayada y zapatillas acordonadas;
en cambio
prefirió la modesta mantita de lana que trajo al nacer.
No
necesita nada. Es feliz.
Se
desliza de rama en rama en un vuelo ágil y armonioso. Al llegar al lugar
elegido, se rasca la cabeza, mientras selecciona el fruto que le va a servir de
desayuno.
¿Alguna
nuez verde?¿O algún coco? Se decide por el coco.
Con
una ramita a modo de punzón, busca el punto exacto y lo perfora .Sus ojitos
vivaces brillan como dos granos de café al sol. Bebe el rico jugo .”¡Empieza
bien
la mañana!” parece decir su lengua, mientras se relame, goloso.
Como
flechas que surcan el bosque, se acerca su familia.
Bailarines
del aire, en un juego de abrazos, palmadas y empujones, agitan ramas y hojas.
Por
ahí anda su madre amorosa, que hace poco
tiempo lo destetó, después de
amamantarlo durante los tres primeros años. Ella
lo llevaba a babuchas hasta
que pudo
valerse solo.
En
un futuro cercano, tendrá que buscar una pareja estable; aunque mantendrá
una
estrecha relación con su madre durante toda la vida.
En
ese medio donde se desarrolla su existencia, encuentra el sustento: las hojas
de los vegetales, pequeños insectos y algunos otros manjares como frutos,
raíces y flores.
Después
del opíparo almuerzo, duerme una siesta reparadora.
El
hecho de vivir en comunidad hace que toda la manada lo defienda, en caso de
ser
agredido, para lo que cuentan con un arsenal compuesto por cáscara de
frutos y
piedras, que arrojan en forma de proyectiles, para ahuyentar al enemigo.
Los
aullidos estridentes despiden la tarde que llega a su
fin.
Los
montoncitos peludos, de variados tonos castaños, se acurrucan entre el follaje
de los árboles.
Comienzan los cantos de la noche. Los murmullos. Los susurros.
Comienzan los cantos de la noche. Los murmullos. Los susurros.
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