Se ha detenido,
las rayas de su piel más tensas que nunca, en lo alto de la roca. Los radares
de
sus orejas barren el aire circundante en captura
del mínimo rumor. Como un prisma olfativo,
su nariz absorbe cada olor que rezuma la tierra, y los
clasifica certeramente para asegurarse de que, una vez más, no hay peligro que amenace su presencia majestuosa.
Luego se recuesta,
largo y lánguido, retrae sus garras, entorna los
párpados, aquieta el látigo de su cola. Silencio.
Tigre en reposo.
Ha venido
corriendo de lejos; ha cruzado manglares y sabanas, derribado jabalíes y
búfalos;
antílopes y ciervos fueron manjar en épocas de abundancia,
pero supo conformarse con la rana,
piedra vegetal que respira, o con
el pez, hoja de plata que cimbra. Ha atravesado espacios
pero también ha devorado
siglos. Ha conocido el silencio primero de la tierra; en su sabia
carrera ha
entrevisto el amanecer y el esplendor de la
naturaleza, y ha sido testigo del ocaso
voraz de las especies; invicto en sus
épocas primigenias, un buen día hubo
de simular que
abdicaba a su reinado ante el hombre que pretendió engañarlo ofreciéndole el trabajo hecho
- casa y comida
- a cambio de sumisión, o de su piel.
Ha retozado,
amo entre sus hembras, para asegurarse la perpetuidad del nombre y la especie.
Y ha seguido corriendo
hasta aquí, hasta hoy, hasta ahora.
El sol bosteza.
Él se yergue, se despereza apenas, afirma sus patas y lanza un rugido
ancestral.
Un silencio
pavoroso le abre camino. Baja casi zigzagueante de la roca y se prepara. Es
tiempo
de reanudar su carrera.
Lo último que vemos es su cola. Traza un
relámpago entre las piedras.
Y se esfuma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario