jueves, 11 de julio de 2013

ANIMALARIO: EL DELFIN, por María Inés Ciancaglini



Allí están. Donde hay agua. Sobre el lomo del mar. Como si fueran los ciudadanos del mundo 
marino.  Alargados, suaves, desprovistos de pelaje, incapaces de hacer daño.
Cuando nadan a gran velocidad semejan acróbatas tratando de lograr la mejor pirueta.
Amigos de los barcos y de sus pasajeros,
acompañan las travesías mientras saltan y juegan con las olas, haciendo cabriolas y
 llenando de emoción y placer a aquellos que tienen el privilegio de contemplarlos.
Filósofos del agua, su inteligencia emocional los hace sensibles, amables, valientes,
 solidarios, comprensivos...  Así lo demuestra la dulzura que transmite la mirada de esos 
ojos tan pequeños, pero que tanto ven.

Son innumerables las historias que 
se tejen alrededor de sus hazañas.
Cuando desaparecen de la vista del 
hombre y se sumergen en las
 profundidades de los 
océanos no van a descansar, ya que 
nunca duermen. Bucean en procura de 
alimento, y emiten particulares ultrasonidos
 a los que los peces ingenuos acuden
presurosos.
Al revés del hombre, su cola es la que los
 mantiene de pie sobre la superficie del mar. 
Cuando se enamoran, sus juegos eróticos no difieren demasiado de los de la pareja humana:
 roces entre cuerpos, contactos que van y vienen, rituales amorosos, vientres que se unen y a los
 diez o doce meses nuevos delfines que pueblan los mares del mundo.
Con sus más de dos metros de largo y sus casi trescientos kilos se desplazan a velocidades 
increíbles, siempre en busca de aguas templadas.
Los imagino personas y pienso que se sentirían muy cómodos en los lujosos cruceros que 
surcan los mares del Universo.  Invariablemente, en cualquier puerto lejano, esperando por la 
próxima excursión.

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