Ahí va,
siguiendo impertérrita la hilera. Todo en ella es sorprendente: su pequeñez y su
tesón, la solidaridad con sus congéneres y su espíritu destructor. Nadie al
verla creería
que es una superviviente, que ha permanecido casi inmutable en el
transcurso de la
historia de la tierra, mientras animales más fuertes, más
grandes, más agresivos, se han
transformado o extinguido. Hasta su cuerpo es
excesivamente complejo para tan
pequeño ser. En sus tres segmentos articulados
posee dos pares de ojos, un
cerebro de buen tamaño, y hasta antenas para
comunicarse con su mundo, que mantiene
impecables con los ganchos limpiadores
que tiene en sus patas anteriores. El tórax,
donde se alojan sus seis patas, se une con el abdomen por medio de una cinturita
de
avispa. El abdomen tiene una constitución que asombra, ya que en su
ínfimo espacio
alberga dos estómagos, en uno de
los
cuales almacena la comida para alimentar a la reina y a las hormigas que, por
alguna razón,
permanecen en el nido.
Los
“estudiosos” la admiran y alaban: insecto social, habitante de un pueblo
progresista,
con vida cooperativa en la que no se admiten peleas internas; la
más desarrollada del mundo
de los insectos; la más laboriosa; la más
organizada; la ejemplar…
De los
hormigueros dicen que son ”algo más que
simples montículos de despojos y que el
interior de estas, sus casas, está surcado
de túneles y pasillos, a los que mantiene
limpios y ordenados”. Claro, para
ella es muy fácil, porque cuando camina sorteando
obstáculos y, con su gran
sentido de la orientación llega a su vivienda subterránea,
lo hace socavando la
tierra, causando daño, destruyendo zócalos y dejando sus
montículos de
despojos, convirtiendo las habitaciones de una casa en paisajes lunares,
y
obligando a vivir a la gente, conteniendo la respiración para evitar el
desagradable
olor de los venenos variados con que, infructuosamente, se intenta
librarse de ella y sus
amigotas.
atuendo.
Allí priman los recuerdos de la infancia de cualquiera a quien le hayan leído
cuentos… y aparece entonces la hormiguita viajera. Y ese “cualquiera” hasta
podría
deshacerle las trenzas y despojarla de su falda roja, para reencontrarse
con su
enemiga, y con insólita maldad, descubrirse
deseándole una suave pero molesta artrosis en
cada una de sus incansables patas.
Si
fuera hombre, sería quizá un político,
almacenando para sí sin importarle mucho el mal
que causa a su paso… O un
cartero de los de antes, caminando tenaz y responsable bajo
la lluvia, el frío
o el sol ardiente y abrasador.
Si una
hormiga soñara, creo que anhelaría ser alta y bella. Ir por ahí segura y firme,
sin temer constantemente el pisotón que acabe en un segundo con su vida monótona,
organizada, trabajadora…
La
memoria de ese “cualquiera” hasta podría jugarle una mala pasada, para recordar
al
autor o autora de una poesía en la que una madre sufre por la insensibilidad
de su hijo
cuando lo ve pisar una hormiga::
“…y tu inocente pie pisó una
hormiga.
Tú seguiste jugando por el patio.
Rezo estos versos yo por la
hormiguita.”
Ahí va,
siguiendo impertérrita la hilera. Todo en ella es sorprendente: su pequeñez y su
tesón, la solidaridad con sus congéneres y su espíritu destructor. Nadie al
verla creería
que es una superviviente, que ha permanecido casi inmutable en el
transcurso de la
historia de la tierra, mientras animales más fuertes, más
grandes, más agresivos,
se han transformado o extinguido. Hasta su cuerpo es
excesivamente complejo para tan
pequeño ser. En sus tres segmentos articulados
posee dos pares de ojos, un cerebro
de buen tamaño, y hasta antenas para
comunicarse con su mundo, que mantiene
impecables con los ganchos limpiadores
que tiene en sus patas anteriores. El tórax, donde
se alojan sus seis patas, se une con el abdomen por medio de una cinturita de
avispa. El
abdomen tiene una constitución que asombra, ya que en su
ínfimo espacio alberga dos
estómagos, en uno de
los
cuales almacena la comida para alimentar a la reina y a las hormigas que, por
alguna razón,
permanecen en el nido.
Los
“estudiosos” la admiran y alaban: insecto social, habitante de un pueblo
progresista,
con vida cooperativa en la que no se admiten peleas internas; la
más desarrollada del
mundo de los insectos; la más laboriosa; la más
organizada; la ejemplar…
De los
hormigueros dicen que son ”algo más que
simples montículos de despojos y que el
interior de estas, sus casas, está surcado
de túneles y pasillos, a los que mantiene
limpios y ordenados”. Claro, para
ella es muy fácil, porque cuando camina sorteando
obstáculos y, con su gran
sentido de la orientación llega a su vivienda subterránea, lo hace
socavando la
tierra, causando daño, destruyendo zócalos y dejando sus montículos de
despojos, convirtiendo las habitaciones de una casa en paisajes lunares, y
obligando a vivir a
la gente, conteniendo la respiración para evitar el
desagradable olor de los venenos
variados con que, infructuosamente, se intenta
librarse de ella y sus amigotas.
atuendo.
Allí priman los recuerdos de la infancia de cualquiera a quien le hayan leído
cuentos… y aparece entonces la hormiguita viajera. Y ese “cualquiera” hasta
podría
deshacerle las trenzas y despojarla de su falda roja, para reencontrarse
con su
enemiga, y con insólita maldad, descubrirse
deseándole una suave pero molesta artrosis en
cada una de sus incansables patas.
Si
fuera hombre, sería quizá un político,
almacenando para sí sin importarle mucho el mal
que causa a su paso… O un
cartero de los de antes, caminando tenaz y responsable bajo
la lluvia, el frío
o el sol ardiente y abrasador.
Si una
hormiga soñara, creo que anhelaría ser alta y bella. Ir por ahí segura y firme,
sin temer constantemente el pisotón que acabe en un segundo con su vida monótona,
organizada, trabajadora…
La
memoria de ese “cualquiera” hasta podría jugarle una mala pasada, para recordar
al
autor o autora de una poesía en la que una madre sufre por la insensibilidad
de su hijo
cuando lo ve pisar una hormiga::
“…y tu inocente pie pisó una
hormiga.
Tú seguiste jugando por el patio.
Rezo estos versos yo por la
hormiguita.”