miércoles, 10 de julio de 2013

Besos guardados por Enriqueta Catalín



BESOS GUARDADOS
Por Enriqueta Catalín

Amanece.  Juan Ignacio se prepara para ir a la escuela.  Su caballo está listo.  Es la fiesta de la patria y quiere estar bien temprano, debe ensayar algunas canciones con la guitarra que deja en las escuela.
No será fácil el cruce del arroyo.  Ha llovido a torrentes toda la noche.  El vado está profundo.
Con un beso a la madre y un “hasta luego” al padre, parte silbando bajito.
-¡Cuidado hijo-le dice el padre- la creciente se viene brava!
.No tengas miedo,  papá- responde Juani- mi tordillo es buen nadador.
La mañana transcurre sonora, entre el canto de los pájaros después de la lluvia y el murmullo del agua que sigue corriendo.
Es casi mediodía.  Pedrito, el hijo de los vecinos, que ha cruzado el arroyo un poco más arriba, los saluda con una linda sonrisa.
-¿Por qué no fue Juani a la escuela?- pregunta- Hoy tenía que llevar la bandera.
 A los padres les dio un vuelco el corazón.  Sin pérdida de tiempo, Eduardo desata su canoa y rema arroyo abajo.
Gambetea entre camalotes y árboles arrancados al paisaje de la orilla.
Su angustia crece con cada golpe de remo.  Intuye que algo grave ha sucedido.
A lo lejos percibe una mancha blanca entre juncales.  Es el caballo que ha quedado enredado de las bridas en las ramas de un árbol caído.
Eduardo lo desata y lo suelta en la orilla para que regrese a casa.
En cada matorral busca al hijo, en cada camalote y en cada desborde que ha quedado señalado por la resaca.
Nada, Juan Ignacio no aparece.
Rema hasta la desembocadura.  El río ruge furioso.  Eduardo sabe que no puede avanzar.  Si se aventurase en el torrente sería, irremediablemente arrastrado.
En la orilla encuentra un tronco raído y húmedo donde avenar su dolor.
Silencio.  Solo con sus pensamientos.  Se reprocha por todo lo que no hizo por su hijo. ¡Si alguna vez le hubiera dicho cuánto lo quiere!  ¡Si hubiera dedicado más tiempo para estar con él, interesarse en sus cosas, jugar un poco!  ¡Si lo hubiera besado, como lo hacía la madre, en cada despedida y en cada retorno! ¡Si lo hubiese besado cada noche cuando se iban a descansar!
Eduardo, que no rezaba desde la niñez, elevó su corazón en una plegaria profunda, breve, dolorosa.
Entre tanto la madre esperaba en el mirador  de la cabaña, con su delantal húmedo de oraciones.
Después de muchas lágrimas emprende el regreso.
Pesados parecían los remos. Sus brazos acostumbrados al esfuerzo, ahora temblaban. En realidad, lo que pesaba era su corazón.
Entre los juncos de la orilla oyó una voz que lo llamaba. Era una mujer que pedía su ayuda.
No tenía ánimo para hablar con nadie, pero en esos sitios solitarios no se niega una mano a quien la necesita.
Cuando desembarcó, la mujer lo vio tan pálido que lo invitó a tomar algo caliente. Mientras caminaban le contó que tenía un huésped que debía viajar aguas arriba.
Ese era el favor que le pedía.
En la penumbra del rancho, apenas iluminado por el fuego.  Era un pequeño bulto arrebujado en un poncho.
-Buenos días-balbuceó Eduardo.
De un salto, Juan Ignacio, se prendió a su cuello.
Dos besos sonoros se oyeron entre los árboles ribereños. Besos, que por esos lugares, los hombres no acostumbran.




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