BESOS GUARDADOS
Por Enriqueta
Catalín
Amanece. Juan Ignacio se prepara para ir a la
escuela. Su caballo está listo. Es la fiesta de la patria y quiere estar bien
temprano, debe ensayar algunas canciones con la guitarra que deja en las
escuela.
No será fácil el
cruce del arroyo. Ha llovido a torrentes
toda la noche. El vado está profundo.
Con un beso a la
madre y un “hasta luego” al padre, parte silbando bajito.
-¡Cuidado hijo-le
dice el padre- la creciente se viene brava!
.No tengas
miedo, papá- responde Juani- mi tordillo
es buen nadador.
La mañana
transcurre sonora, entre el canto de los pájaros después de la lluvia y el
murmullo del agua que sigue corriendo.
Es casi
mediodía. Pedrito, el hijo de los
vecinos, que ha cruzado el arroyo un poco más arriba, los saluda con una linda
sonrisa.
-¿Por qué no fue
Juani a la escuela?- pregunta- Hoy tenía que llevar la bandera.
A los padres les dio un vuelco el
corazón. Sin pérdida de tiempo, Eduardo
desata su canoa y rema arroyo abajo.
Gambetea entre
camalotes y árboles arrancados al paisaje de la orilla.
Su angustia crece
con cada golpe de remo. Intuye que algo
grave ha sucedido.
A lo lejos
percibe una mancha blanca entre juncales.
Es el caballo que ha quedado enredado de las bridas en las ramas de un
árbol caído.
Eduardo lo desata
y lo suelta en la orilla para que regrese a casa.
En cada matorral
busca al hijo, en cada camalote y en cada desborde que ha quedado señalado por
la resaca.
Nada, Juan
Ignacio no aparece.
Rema hasta la
desembocadura. El río ruge furioso. Eduardo sabe que no puede avanzar. Si se aventurase en el torrente sería,
irremediablemente arrastrado.
En la orilla
encuentra un tronco raído y húmedo donde avenar su dolor.
Silencio. Solo con sus pensamientos. Se reprocha por todo lo que no hizo por su
hijo. ¡Si alguna vez le hubiera dicho cuánto lo quiere! ¡Si hubiera dedicado más tiempo para estar
con él, interesarse en sus cosas, jugar un poco! ¡Si lo hubiera besado, como lo hacía la
madre, en cada despedida y en cada retorno! ¡Si lo hubiese besado cada noche
cuando se iban a descansar!
Eduardo, que no
rezaba desde la niñez, elevó su corazón en una plegaria profunda, breve,
dolorosa.
Entre tanto la
madre esperaba en el mirador de la
cabaña, con su delantal húmedo de oraciones.
Después de muchas
lágrimas emprende el regreso.
Pesados parecían
los remos. Sus brazos acostumbrados al esfuerzo, ahora temblaban. En realidad,
lo que pesaba era su corazón.
Entre los juncos
de la orilla oyó una voz que lo llamaba. Era una mujer que pedía su ayuda.
No tenía ánimo
para hablar con nadie, pero en esos sitios solitarios no se niega una mano a
quien la necesita.
Cuando desembarcó,
la mujer lo vio tan pálido que lo invitó a tomar algo caliente. Mientras
caminaban le contó que tenía un huésped que debía viajar aguas arriba.
Ese era el favor
que le pedía.
En la penumbra
del rancho, apenas iluminado por el fuego.
Era un pequeño bulto arrebujado en un poncho.
-Buenos
días-balbuceó Eduardo.
De un salto, Juan
Ignacio, se prendió a su cuello.
Dos besos sonoros
se oyeron entre los árboles ribereños. Besos, que por esos lugares, los hombres
no acostumbran.
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